Hace 24 años ya que Clara Ramos y su familia vinieron por razones laborales a Tucumán. Mientras trajinaba en su cocina, donde preparó un magnífico ají de gallina, Clara contó divertida que ya adoptó el mate y que cuando vuelve a su ciudad, Arequipa, y la ven sorbiendo de la bombilla, la gente la mira sorprendida. “Es que nosotros tomamos mucho té, a toda hora”, aclaró. También le gusta nuestro asado, claro. Pero no puede evitar la nostalgia cuando habla de la comida peruana. “La echo de menos; es tan variada, tan sabrosa...”, dijo.

Mientras tanto, puso a hervir -en agua sin sal, pero con unas ramas de apio- una pechuga de pollo. Luego picó tres dientes grandes de ajo a los que prolijamente les quitó el “corazón indigesto” y cortó en láminas finas una cebolla grande. “Usaremos la mitad en la salsa y lo otro en el aderezo”, señaló y dejó flotando en el aire el misterio sobre la diferencia entre ambos. Por de pronto, puso aceite neutro en una olla y allí se fueron los ajos y 1/2 cebolla.

Mientras tanto peló con cuidado dos puñados de maní tostado. “Vamos a Arequipa con frecuencia, donde puedo ‘ponerme al día’ con los platos que me gustan. También cocinan aquí mis tías, pero como mi madre...”, aseguró.

El secreto de la salsa

Cuando la cebolla y los ajos estuvieron transparentes, Clara añadió cuatro ajíes amarillos que llevaba hidratando desde la mañana temprano. “Les quito las semillas y las nervaduras, que son lo que pica tanto. El ají le dará buena parte del sabor a la salsa; pero falta el aderezo”, explicó, y el misterio creció un poquito más. A la misma olla fueron a parar los maníes de Sol, unas 10 galletitas de vainilla no demasiado dulces -“pueden reemplazase por miga remojada en leche tibia, pero no es lo mismo”, aclaró-, unos 100 gramos de queso criollo o “¡del que tengas!” y media taza de leche. “Este es otro de los pilares de la comida peruana. Nosotros no comemos casi pan, pero el arroz no puede faltarnos”, contó Clara mientras tomaba otro diente de ajo y lo picaba. Luego calentó aceite en una ollita y colocó allí el ajo. Mientras se cocinaba, lavó el arroz bajo el chorro de agua fría para que perdiera el almidón. “Elegir el arroz es la clave -advirtió-; debe ser el más sencillito que encuentres; nada de esos superfinos. Pero eso sí: debe ser de grano largo y finito”. Agregó el arroz a la olla y lo dejó freírse mientras lo movía con una cuchara de madera. “Cuando pasas la cuchara y se hace el caminito, es que ya puedes agregar el agua (dos medidas por cada medida de arroz)”, explicó. Pero claro, no es una agua cualquiera: además de sal (poca) lleva unos granos de pimienta de Jamaica. “Se deja a fuego fuerte hasta que hierve y hace espuma; luego le bajas y lo dejas cocinarse tapado”, dijo.

Mientras tanto, el pollo estaba cocido y fue transformado en hebras gruesas. Y la salsa, que ya estaba fría, fue a parar a la licuadora. “Si la notas muy densa, le agregas un poco del agua de la cocción del pollo”, sugirió. Quedó una crema muy sabrosa -a pesar de que aún no tenía sal-, pero blancuzca. Y fue entonces cuando comenzó a develarse el misterio del aderezo.

“En Tucumán no consigo ají amarillo fresco: Entonces uso el seco para dar sabor y con el aderezo conseguimos el color”, dijo mientras rehogaba la media cebolla que había reservado y le agregaba unas cucharadas de cúrcuma. “Aquí también añado ají seco, pero molido y con semillitas (1/2 cucharadita de té); así regulo el picor. Y también va la sal: a último momento, para que no sea tan dañina”, agregó.

Entre tanto, gracias al aderezo, la salsa había conseguido su color amarillo y el pollo se impregnaba en ella de sabor. A su lado, el arroz sostenía el plato y las olivas le daban el amargor justo para el deleite. ¡Un verdadero ají de gallina!